La influencia de la cultura y del sistema actual en la identidad y los roles sociales de los hombres han derivado en aprendizajes, creencias y prácticas que han desatado, a su vez, una peligrosa indiferencia respecto al cumplimiento de lo que tradicionalmente se concebía como los roles de un hombre: proveedor, protector, el protagonista del descubrimiento, de la invención, del cortejo, entre otros. Hoy, una maraña de voces está ahogando la identidad y la vocación de vida en los hombres “posmodernos”.
El hombre en este tiempo está bloqueado, silenciado, no sabe qué pasa afuera, en el mundo real de su propia familia y de otras familias porque se ha desconectado. Sabe cosas, pero no tiene un criterio claro ni convicción sobre cómo actuar o qué respuestas dar con precisión y relevancia en las diferentes esferas de su vida.
El escritor Edwin Louis Cole, fue muy preciso al decir que hoy, más que en cualquier otra época de la historia humana, “el hombre está perdido, no se encuentra a sí mismo”.
Parece que la aspiración de la mayoría de los hombres en este tiempo es estar a gusto según su instinto, más que actuar conforme a las virtudes que producen compromiso, sacrificio y un horizonte de vida.
De manera natural, el hombre no tiene la capacidad completa de discernir entre el bien y el mal, a menos que Dios se lo dé. Incluso, siguiendo el pensamiento de teólogo y reformador Juan Calvino, el deseo natural del bien no demuestra que la voluntad del hombre sea libre para dar y lograr lo mejor. De su lado, el apóstol Pablo escribió que “No hay un solo justo, ni siquiera uno; no hay nadie que entienda, nadie que busque a Dios”. Romanos 3:11 (NVI).
Los movimientos descontrolados del corazón, que desencadenan en muchos vicios, son indicadores de que si el hombre quiere encontrarse consigo mismo debe primero encontrarse con Dios, día tras día. Él es la única esperanza fiable de transformación.
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