“Sería maravilloso que todos pudiéramos llevarnos bien!” Cuando escuchamos ese comentario, sabemos que hay retos importantes que deben ser superados. Esto generalmente identifica una dolencia común en muchas de nuestras familias e iglesias: la desunión.
Todos anhelamos un ambiente seguro y estable. Lamentablemente, esto parece ser la excepción más que la norma. Nos preguntamos: “¿Qué es la unidad?” y “¿Cómo la fomentamos en nuestros hogares e iglesias?
Es difícil definir lo que es la unidad porque desde la perspectiva cristiana, la unidad es radicalmente diferente a la forma en la que el mundo la concibe. Nuestra cultura está satisfecha con solo “llevarse bien”. Pero Dios nos llama a un nivel más alto, y afortunadamente nos ofrece un gran recurso: el Espíritu Santo.
En pocas palabras, la unidad es compartir; compartir nuestro compromiso con la verdad, nuestra lealtad a Dios, nuestra confianza y nuestra interdependencia mutua. Se centra en nuestra identidad compartida, nuestro propósito compartido y nuestro servicio compartido, todo lo cual viene de Dios.
Nosotros no generamos unidad; ésta es obra del Espíritu Santo, pero sí estamos llamados a cuidarla y promoverla. La unidad se modela a medida que nos valoramos a pesar de nuestras diferencias o diversidad; especialmente en momentos en que cualquiera de nosotros puede desviarse de la verdad de Dios. Valoramos a las personas enseñándolas amorosamente, restaurándolas y abrazándolas. La unidad cristiana produce sanidad.
Pensemos en la unidad como en la redirección del amor de Dios. Así como Dios nos ha cuidado, nosotros nos cuidamos unos a otros. Así como Dios nos ha perdonado, nos perdonamos entre nosotros. Así como Dios nos ha abrazado, nosotros nos abrazamos.
Ámense unos a otros con un afecto genuino y deléitense al honrarse mutuamente. (Romanos 12:10).
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