¿Cuántas veces, luego de pecar, te sentiste impuro, indigno de dirigirte a Dios para pedirle perdón? ¿Te ha pasado que incluso luego de que –finalmente- pudiste confesarle tus pecados al Padre, aún te sientes sucio?
Si te ha sucedido, no te preocupes. No eres el único que lo ha experimentado. Tampoco eres el “peor hijo” o la “peor hija” que pueda existir. Y aunque realmente lo fueras, cosa que me permito poner en duda, debes tener en consideración dos aspectos fundamentales que me permito recordarte.
El primero de ellos, y a mi criterio el más importante, tiene que ver con la actitud que Dios tiene hacia nosotros, los pecadores. Por medio de nuestro amado Jesucristo, el Padre nos extiende algo que muchas veces olvidamos: su maravillosa e ilimitada gracia. Y nos da la oportunidad de acercarnos a Él, de sentirnos amados y de ser considerados sus hijos. ¡Qué gran bendición contar con ello!
Sin embargo, a veces el obstáculo no viene del cielo. Tiene su raíz en nuestras mentes, en nuestros corazones (Y este es el segundo aspecto, préstale mucha atención). Sentimos que somos despreciables, indignos, infames, viles, y que Dios por ningún motivo se volteará a vernos, menos aún, a bendecirnos.
Esta barrera que permitimos que el enemigo ponga en nuestras vidas nos aleja del Padre y de todo lo que su amor puede hacer por nosotros.
Permíteme contarte algo: lo mejor que puedes hacer en momentos como esos es dirigir tu mirada a Dios, sin temor, sin recelo. Él te va a acoger, va a limpiar tus heridas, va a quitar el lodo de tu cuerpo y las cenizas de tu cabeza; y lo hará porque tú eres su hijo amado. No tengas temor de ello.
La actitud que debes tomar es la misma que tuvo David luego de cometer adulterio con Betsabé, cuando fue confrontado por el profeta Natán. El salmista, en lugar de esconderse en un sitio oscuro o en una cueva por culpa de su pecado, escribió uno de los Salmos más hermosos de este libro de la Biblia: el número 51.
Más allá de que está bien escrito, lo que debemos observar es el sentimiento plasmado por David al pedirle al Padre que lo restaure, que lo renueve, que ponga en él un corazón limpio.
¿Te animas a seguir el ejemplo del rey David y a recibir las bendiciones que el Padre tiene para ti? Tú tienes la respuesta…
“Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio,Y renueva un espíritu recto dentro de mí.
No me eches de delante de ti,Y no quites de mí tu santo Espíritu.
Vuélveme el gozo de tu salvación,Y espíritu noble me sustente.
Entonces enseñaré a los transgresores tus caminos,Y los pecadores se convertirán a ti”.
Salmo 51: 10-13
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